Conectar las aulas con la comunidad

Por Bob Coulter
Traducido por Lucía Rodríguez Antolinos
Revisado por José Francisco Gálvez
En nuestro tercer día en el bosque que había frente a la escuela, mis alumnos de cuarto curso se esforzaron para acabar la tarea de representar en diagramas la red trófica de la zona y el ecosistema que habitan. Cuando estábamos acabando, Rose se acercó a mí para decirme que solo le faltaba una última cosa y me preguntó dónde podía encontrar tierra. Me quedé algo desconcertado con la pregunta, pero le señalé el suelo. Ella me explicó algo sorprendida que normalmente la compran en la tienda de jardinería. Este, junto a otros sucesos, me recuerda lo importante que es que los niños estén en contacto con el mundo que los rodea.
Como antiguo profesor de primaria, sé lo difícil que puede ser sacar a un grupo de niños fuera de la escuela. Al principio, tuve que desarrollar mis habilidades políticas para calmar las preocupaciones que tenían los padres y la dirección sobre si era posible aprender fuera de clase. Me preguntaban si estarían seguros o si podríamos dar todo lo previsto en el plan de estudios antes de que llegaran los exámenes. De hecho, los niños sufrieron más heridas en clase que en ninguna de las expediciones al campo y todos tuvieron buenas notas, mejores que las de aquellas clases que no salieron. En mi puesto actual, que consiste en orientar a profesores en sus proyectos centrados en conectar las aulas con la comunidad, suelo ver que encuentran problemas similares. En concreto, sacar buenas notas se ha convertido en un objetivo tan importante que muchas escuelas no permiten que los niños salgan de clase entre las 6 u 8 semanas previas a los exámenes. Lo que deja claro que todavía tenemos que trabajar para dar importancia a la educación basada en el entorno.
Es fácil decir que los profesores elaborarían más actividades si no tuvieran que justificarse ni evaluar a través de exámenes, pero no creo que sea tan simple. Sin embargo, hay otros problemas que tenemos que sacar a la luz. Para hacerlo ofrezco un borrador que surgió de mi experiencia como líder de un par de proyectos financiados por la Fundación Nacional de Ciencias (NSF) de EE. UU. En ambos proyectos ayudamos a profesores que dirigían programas extraescolares de educación basada en el entorno. Trabajando en colaboración con el MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts), contratamos a profesores de St. Louis y Boston para que llevaran estos programas, sin las típicas preocupaciones de tener que hacer y preparar exámenes, algo común en Estados Unidos y muchos otros lugares. Los profesores de estos programas también tenían un amplio presupuesto y contaban con nuestra ayuda para diseñar y liderar un programa satisfactorio. Aun así, hubo dos tendencias entre los profesores, unos fueron capaces de crear un ambiente de aprendizaje interesante y otros, a pesar de la libertad y el apoyo, tuvieron dificultades para salir del modelo estándar de un profesor ante la clase.
Si queremos que las experiencias de aprendizaje fuera del aula sean amplias y significativas, se tiene que hacer mucho más que solo acabar con los obstáculos. Me gustaría compartir algunas observaciones sobre lo que se necesita para que los niños salgan al aire libre e investiguen con un objetivo. Las diferencias entre los profesores que tienen mayor y menor éxito siguen un patrón que es interesante considerar.
Crear un proyecto: objetivos, responsabilidad e impacto
La diferencia más clara y evidente entre profesores es cómo conciben un proyecto. En concreto, los proyectos que tienen mayor éxito en conectar las aulas con la comunidad suelen tener un objetivo más ambicioso, tanto los estudiantes como el profesor comparten responsabilidad y se centran en que los niños pongan todo su esfuerzo en tener impacto en la comunidad. Respecto a los objetivos, aquellos que lideran proyectos con éxito buscan más que la enseñanza individual y se centran en un objetivo más amplio, lo que no quiere decir que cada paso no esté planeado. Al contrario, toda actividad se planea para que sea una parada en el camino hacia resultados de un aprendizaje amplio y ambicioso. Por ejemplo, hace poco trabajé con un profesor que, en vez de simplemente hacer que sus alumnos aprendieran a plantar, les hizo diseñar e instalar un jardín de plantas autóctonas en el recinto escolar. Los estudiantes vinieron a nuestro centro de ecología, aprendieron sobre plantas autóctonas y volvieron a clase con una gran variedad de guías de campo. Por turnos, propusieron un diseño de jardín para que lo revisara nuestra experta hortícola. Hicieron algunos cambios basándose en sus sugerencias y comenzaron a plantar su jardín, una experiencia que hizo que el colegio mejorara sus jardines y que les ha servido como fuente de información e inspiración para los miembros de la comunidad que estén interesados en plantas autóctonas.
A parte del ambicioso objetivo del proyecto, se puede apreciar que tanto el profesor como los alumnos comparten responsabilidades. En lugar de asignarle un trabajo del que serán responsable a cada uno de los estudiantes, ambos comparten la sensación de estar viviendo juntos una aventura. En términos de Hart y su Escalera de Participación[1], los mejores proyectos son en los que tanto alumnos como docentes participan y colaboran con el mismo objetivo y diseño. Los profesores menos colaboradores simplemente asignan tareas a sus alumnos, puede que a veces les digan la razón o puede que no. Si no tienen un estímulo, es normal que los estudiantes no se esfuercen demasiado en la tarea. A menudo, el trabajo se convierte en un ejemplo de a lo que Rheingold y Seaman[2] llaman la «economía basura» de los centros educativos, donde el trabajo es algo que se hace para entregar, calificar y desechar. Aunque hay cuestiones de desarrollo que se deben tener en cuenta a la hora de decidir el grado de responsabilidad compartida para el que están preparados los estudiantes, los niños de cualquier edad pueden tener algún tipo de estímulo.
Además de un objetivo ambicioso y el reparto de responsabilidad, la mejor de las técnicas docentes basada en el entorno tiene un claro impacto, tanto en la comunidad como en los estudiantes. Trabajar con estudiantes en un proyecto como la restauración de las orillas de un riachuelo o el diseño y posterior ejecución de jardines con plantas autóctonas cumple con este doble impacto: hay un claro beneficio para la comunidad, ya que se mejora una zona natural, y un beneficio educativo, pues los alumnos se sienten empoderados por su trabajo. Esta diferencia apareció en la evaluación de los proyectos financiados por la NSF. Mientras que los alumnos que se encontraban en clases menos innovadoras decían que su parte favorita del curso había sido algo trivial (como que su profesor los llamara o tomar algo para comer), los niños apreciaban los proyectos con mayor éxito diciendo cosas como: «Me encantó cuando estudiamos juntos la calidad del agua del riachuelo» o «Me encantó cuando colocamos nuestros tesoros del geocaching». Como podemos ver, destaca el uso del «nuestros» y «juntos», además del valor que los estudiantes dan a la participación colectiva.
Esta diferencia en objetivos, la colaboración y el impacto no suceden por casualidad. Es el resultado de un grupo de profesores que ven sus trabajos y el de los jóvenes de forma diferente. Emirbeyer y Mische[1] ofrecen la mejor interpretación que he encontrado para explicar esto en su modelo de agencia. En él describen que las personas toman decisiones basándose en proyecciones de éxito futuro y en una acumulación de experiencias pasadas. Si lo aplicamos a la enseñanza y el aprendizaje, los docentes cuya idea de éxito es involucrar a los niños en trabajos enriquecedores, significativos y colaborativos ven sus trabajos y a los niños de forma diferente que aquellos cuya idea de éxito es cumplir con la guía docente. El modelo de toma de decisiones individuales de Emirbeyer y Mische se puede ampliar al ámbito social si incluimos el modelo de la Ecología de Recursos de Luckin[2]. En este se describe que los profesores con éxito pueden ayudar a sus alumnos haciendo uso de recursos que no son los materiales escolares clásicos. Los recursos pueden incluir a otras personas del centro educativo o expertos locales, la búsqueda de recursos complementarios y el uso creativo del entorno social, político y natural. Al fusionar los marcos teóricos de Emirbeyer y Mische con el de Luckin, podemos ver que un profesor eficaz es un agente político, en el mejor sentido, ya que es capaz de liderar a la vez que de reunir los recursos necesarios para conseguir un objetivo.
¿Qué hace que una experiencia sea buena? Dewey se encuentra con Aristóteles
Incluso si un profesor está comprometido con unos objetivos ambiciosos, en compartir la responsabilidad y tener impacto en la comunidad, el reto sigue siendo crear una buena experiencia de aprendizaje para lograr estos objetivos. Hacer esto bien requiere ver el aprendizaje de una forma transformadora y verdaderamente liberadora. Una metáfora botánica que lo ejemplifica es que se necesitan tierra y semillas de buena calidad. Para la tierra, las pautas que diseñó Dewey[1] son un buen punto de partida, para él lo más importante es la continuidad y la interacción. En la práctica, la continuidad significa que cada experiencia tiene que fluir de forma lógica con lo que vino antes, alimentando y permitiendo sacar una experiencia positiva del momento, que a su vez facilitará futuras experiencias. Cuando los profesores se enfrentan a un plan de estudios muy rígido que salta de un tema a otro, mantener la continuidad puede convertirse en todo un reto que requiere mucha dedicación (y salirse un poquito del plan de estudios). Junto con la continuidad, la interacción también es muy importante. Los alumnos tienen que interactuar con profesores, compañeros y expertos locales mientras llevan a cabo sus interacciones. La investigación en grupo hace que sea más fácil reflexionar y tener varios puntos de vista. Los niños también deben interactuar con el mundo real, aparte de la interacción humana, y usar herramientas reales siempre que su nivel de desarrollo lo permita. Esto, a su vez, hace que tengan un propósito, algo que no es posible en actividades que alimentan la «economía basura» que hemos explicado con anterioridad. Los niños prefieren hacer algo por el mundo que jugar en el colegio. Por último, Dewey argumenta que se debe seguir un desarrollo de la experiencia de forma progresiva en el tiempo. Desde una perspectiva ecológica, esto se puede observar cuando un estudiante aprende por primera vez sobre la forma en la que un organismo satisface sus necesidades, a lo que le sigue la idea de cómo encaja en un ecosistema y tras eso se empieza a entender que un cambio en el ecosistema puede afectar a la supervivencia de un organismo. En conjunto, la continuidad, la interacción, tener un propósito y un desarrollo progresivo de la experiencia son la base perfecta para la mejora.
Sin embargo, el desarrollo requiere mucho más que solo un buen ambiente. Siguiendo con la metáfora botánica, los profesores necesitan plantar, en ese rico suelo, semillas que se conviertan en experiencias educativas productivas. A menudo, la educación medioambiental se convierte en una caza de conocimientos, y también sirve para practicar habilidades fuera de contexto. No basta con saber identificar una especie al primer vistazo u organizar datos en un gráfico. En lugar de eso, tenemos que reflexionar sobre la naturaleza del trabajo que realizan los estudiantes si queremos que tengan experiencias significativas. En la Ética [1]de Aristóteles se habla sobre dicho camino. En vez de realizar trabajo escolar que se hace por hacer, los niños necesitan trabajo que fusione lo que Aristóteles denominó episteme (conocimiento), techne (producción) y phronesis (sabiduría). Cuando se une todo, la tarea se adapta al entorno que recoge Dewey en sus principios. Por ejemplo, los alumnos de quinto curso que investigaron para diseñar e instalar un jardín de plantas autóctonas de la zona en su colegio lo hicieron bien. Bajo la dirección de su profesor, han expandido su conocimiento sobre las plantas autóctonas y las condiciones del terreno, a la vez que han usado sus habilidades (como leer guías de campo e interpretar datos como mapas de distribución biogeográfica) y desarrollado conocimiento hortícola para saber cuál es la mejor forma de distribuir las plantas. Su conocimiento se fue ampliando durante el proyecto mientras ofrecían ideas, obtenían valoraciones de nuestra experta hortícola y reestructuraban su borrador para alcanzar un mejor diseño en su jardín. Episteme, techne y phronesis se fusionan hacia una experiencia de aprendizaje productiva. De vuelta a Dewey, había continuidad en sus clases, interacción entre ellos y mi personal, un propósito claro y un desarrollo progresivo de la experiencia conforme su conocimiento aumentaba durante el proyecto.
Este tipo de proyectos ayuda a los profesores y los estudiantes a salir de las estructuras robóticas que aporta un enfoque con orientación económica en las escuelas. En vez de eso, los proyectos conectados con la comunidad que se plantean de forma correcta pueden forjar el carácter de los alumnos, su competencia y desarrollar su sentido de pertenencia. Un trabajo que merece nuestro esfuerzo.
Bob Coulter es el director de Litzsinger Road Ecology Center, un terreno gestionado por el Jardín botánico de Misuri, en St. Louis, Missouri.
[1] Hart, R. (1997). Children’s Participation. London, UK: Earthscan.
[2] Rheingold, A. & Seaman, J. (2013). The Use-Value of Real-World Projects:
Children and Community-Based Experts Connecting Through School Work.
Paper presented at the annual meeting of the American Educational Research
Association (AERA), San Francisco, CA.
[3]Emirbayer, M., & Mische, A. (1998) What is Agency? American Journal of
Sociology, 103(4), 962–1023.
[4] Luckin, R. (2010). Redesigning Learning Contexts: Technology-Rich,
Learner-Centered Ecologies. New York: Routledge.
[5] Dewey, J. (1938/1997). Experience and Education. New York: Free Press.
[6] Aristotle. (1976). Ethics. New York: Penguin Press.